Avión

Avión

“Si tuviera una ventana, lo más adelante que se pueda,” la muchacha estaba en el mostrador de junto, y de cerca era todavía más guapa. Pensé en decirle a la mujer que me atendía que me cambiará a un pasillo, pero estaba demasiado preocupado por el error que habían cometido al escribir min nombre en el boleto. Ya me imaginaba detenido en migración, inútil víctima de la cruzada por la seguridad total en los aviones.

De cualquier forma nunca me había animado a llevar a cabo las fantasías don juanescas que cruzan por mi mente antes de subirme a un avión: normalmente localizo a una mujer desde la fila. Estudio sus movimientos, me cercioró de que no venga con marido o novio (toda la potencia de una fantasía deriva de la posibilidad de que ésta se cumpla, por más mínima que sea). Si me la topo un par de ocasiones antes de abordar que mejor. me fijo en lo que está leyendo en la sala de espera. 

Mi tía yuli siempre cuenta como conocío a su segundo esposo, con el que sigue casada, en un viaje del df a mazatlán. dice, con  una convicción que raya en lo cómico, que la gente que pide ventanas es egoísta, mientras la que pide pasillo es generosa por estar dispuesta a levantarse una y otra vez si sus compañeros de fila se lo piden.  El hecho de que dos personas se sienten juntas significa entonces que son perfectamente compatibles. la historia la he oído hasta el cansancio en reuniones familiares, bautizos, funerales, ect. y aunque se podría decir que su cursi ingenuidad me molesta, debo admitir que en el fondo su románticismo de fotonovela sustenta mis fantasías aéreas.

Esta chava parecía ser de orígenes rusos. No se si llamarla chava, porque era de esas mujeres que por momentos se ven sumamente maduras, hasta con hijos y por otros parecen colegialas.  Eso sí, nunca pierden lo atractivas.  Ademas de sus facciones y fisonomía alcance a entrever un nombre en su itinerario cuando nos topamos en el mostrador: dominaban la m y la sh, aunque el apellido era mexicano. en el snack bar la volví a ver, acompañada por la que determiné era su tía, una mujer regordeta de pelo corto y brillante que seguramente utilizaba una versión de su nombre con terminación en ‘oshka’ para referirse a su sobrina.  No me cabía duda, tenía ancestros en rusia.

Me la volví a encontrar leyendo en la sala de espera, por varios segundos intente cachar algún dato sobre el libro, pero lo tenía doblado de tal forma que las portadas tocaban una con la otra.  Finalmente logré ver el nombre del autor, me sonaba vagamente familiar, pero alcancé a reconocer el diseño de una colección de anagrama. Ahora sí me arrepentí de no decirle a la señora del mostrador que me sentara en un pasillo. Por lo regular mi hipotético idilio dura hasta que la mujer en cuestión saca su material de lectura y aparace alguna revista de chismes de la farándula, de belleza o ya en el mejor de los caso algún insípido bestseller. Entonces, el desamor llega en el momento justo para mitigar la decepción al momento de darme cuenta que no nos tocó ni remotamente juntos en el avión.  Total que con la rusa que leía novelas de anagrama (y traía un suéter amarillo que se le veía divino) esto no sucedió. Ahora sí me entró una leve desesperación, ya sabía que los dos teníamos ventanas, pero empecé a imaginar un error en el que nos habían asignado el mismo asiento y yo muy galantemente ofrecía sentarme en el incomodísimo asiento de enmedio, si alguién llegaba y lo reclamaba fingirá indignación y me declararía indispuesto a moverme otra vez por ningún motivo. Tan inmerso estaba en mis especulaciones que no noté cuando llamaron a mi fila a abordar, ella no se había levantado así es que la posibilidad del milagro seguía viva.

La rusa se levantó y para no parecer demasiado obvio esperé a que pasaran algunas personas antes de entrar al túnel que nos llevaría al avión, a nuestra cita con el destino (disculparán el tono meloso). Mientras esperaba en el umbral del avión, unos viajeros de esos que pululan en méxico no dejaban de hablar idiotamente de sus experiencias de viaje y comenzaron a sacarme de quicio. Uno de ellos se decía periodista y seguro escribía para alguna de esas revistas que leían las chavas que me desilusionaban con sus lecturas. Sentí un golpecito en el píe, que en realidad no me dolío, pero estos villamelones me tenían tan harto que opté por soltar un ligero, pero audible “ouch,” seguido por “se te calló tu agua”. el villamelón más próximo volteó, era un poco cachetón y en vías de calvicie, venía con su mujer (una morena más que insípida) y por su manera de vestir y de moverse parecía de esos diseñadores gráficos chafas que se casan con la primera que se topan por miedo a salir del clóset. “¿Te dolió?”, me preguntó el diseñador chafa gay en tono irónico. “Un poquito”, le respondí con sarcasmo (apenas unos instantes después pensé que hubiese sido mejor responder algo por el estilo de “me dolió más que no me pidieras disculpas”, demasiado tarde otra vez).

Entré al avión y como era de esperarse el anhelado error no ocurrió. Pasé junto a la rusa, echándole un ultimo vistazo, antes de ocupar mi lugar cuatro filas más atrás. Junto a ella se sentó un tipo jóven con uno de esos peínado esculpidos con spray que acostumbran los monaguillos o los comentaristas de fútbol. Vi que empezaron a platicar inmediatamente y mis lamentaciones fueron en ascenso.

Una señora cincuentona se sentó junto a mí, ya la había visto en la fila platicando sobre alguna crema reafirmante para las ojeras que planeaba comprar en sacks. La señora era simpática, le preguntó a unos jóvenes de aspecto hip-hopero que estaban del otro lado del pasillo si pertenecían a una pandilla, no alcancé a escuchar lo que le respondieron, pero creo que erán sonideros. Luego se volteó hacia mi y entablamos la típica charla: ¿Donde vives?, ¿A qué vas?, ¿Cuánto tiempo te quedas?, ¿En qué trabajas? Le platiqué lo que hacía y me respondió con un “es bueno que los jóvenes hagan cosas” que sonó sorprendentemente sincero.  Alcancé a detectar un leve olor a whisky en su aliento y cuando volví a voltear hacia ella estaba dormida.

Todavía no despegábamos y un señor de traje gris se levantó con un bonche de tarjetas cada una de ellas con una pluma. Por un momento me divirtió la idea de que ahora hubiese vendedores ambulantes hasta en los aviones, pero resultó ser un representante de la compañía aérea que traía cuestionarios sobre la calidad de la comida en sus aviones. Cuando se acercó a mi fila, le hice una señal de silencio antes de que nos aventara el texto preescrito para preguntarnos si queríamos llenar la encuesta. Apunté a la señora cincuentona que seguía dormida, indicándole que no hablara para no despertarla. Creo que debió parecerle un gesto tierno, porque el hombre del traje me sonrió y siguío su camino hacia el fondo del avión. Seguramente creyó que era mi madre y por unos momentos me divertí imaginando que está señora tan gregaria y relajada pudiese ser mi madre (aunque luego pensé que para quienes no son sus hijos mi madre debe parecer una señora cincuentona gregaria y relajada).

Volví a voltear hacia la fila de la rusa y alcancé a vislumbrar un destello de su blusa (también amarilla) a través del pequeño espacio que hay entre los respaldos de los asientos. ya no platicaba con el tipo peinado de monaguillo o comentarista (el muy burro se había puesto los audifonos para disfrutar una película de Robin Williams). Sin embargo, el arrepentimiento seguía retorciendome las entrañas. Cuando sentí que iba a reventar (para entender mi estado emocional es preciso mencionar que llevaba un par de fuertes desveladas), decidí ponerme a escribir un cuento patéticamente basado en todo lo que acababa de suceder, y por primera vez cometí el mamonérrimo acto de sacar mi computadora en pleno vuelo.  Creo que la rusa se acaba de levantar y curiosamente también a mí me dieron ganas de ir al baño.

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